miércoles, 6 de diciembre de 2017

Un gladiador lejos de Roma





UN GLADIADOR LEJOS DE ROMA




“Roma es la plebe. Les ofrecerá magia y la plebe se distraerá, les quitará su libertad y seguirán rugiendo.”

Llegados a estas alturas, siendo esta ya la octava entrega de ‘El símil’, puede parecer que de mis palabras se desprenda cierta indefensión ante todo lo relacionado con la enfermedad mental. Sin embargo, la realidad es bien diferente.
Antes del fatídico diagnóstico, yo ya tenía poco menos que media vida a mis espaldas. Marcada por el trastorno bipolar, cierto, pero siendo ni más ni menos que el mismo lienzo en blanco con el que algunos de nosotros tenemos la suerte de partir.
En esta comparativa, el irresponsable e inmaduro, a la par que despiadado y cruel, hijo del emperador Marco Aurelio, representará a parte de a Cómodo, a las fuerzas que me impulsaron a abandonar los ideales que originalmente se formaron en mi cabeza.
En el film Gladiator, Marco Aurelio me recuerda a los valores con los que fui criado, mientras que Máximo sería un ideal en el horizonte en cuanto a entereza, o como sirve de lema para el personaje de Russel Crowe, ‘Fuerza y honor’. La dirección de esta brújula recogida en la más temprana infancia se grabó a fuego en mí, pero lo cierto es que o bien esa marca no estuvo lo suficientemente al rojo vivo, o bien la gélida tormenta de la oscuridad bipolar ya soplaba sus vientos impidiendo, de algún modo, que mis pasos fuesen a resultar firmes.
¿Cuándo Cómodo adquirió consciencia, poder y voz de mando en mi interior? En el mismo momento en que, a medida que el alcohol comenzaba a bajar por mi garganta, di por válido el escabullirme de la construcción de lo que habrían de ser los pilares de mi vida.
¿Puede uno construirse a sí mismo como desea sin perder el ímpetu por el camino? Esta pregunta me conduce al terreno de la identidad. La respuesta es sí, lamentablemente no porque la haya sentido a través de mis años de vida, sino porque la he visto y la veo constantemente en personas que me rodean, a las que Cómodo envidia y Máximo admira. Sin embargo, tras años de lucha entre las dos identidades que se enfrentan y he enfrentado tanto en el film como en este texto, me encuentro en un punto donde los instintos de Cómodo han sido saciados de tal manera que creo que quien teclea es sin duda esa parte. Una parte que, como reza la cita inicial, distrae con divertimentos de los verdaderos objetivos y de la auténtica realidad.



“Sí, puedes ayudarme. Olvida que me conociste y nunca más regreses aquí.”

¿O, como se me dice en ciertas ocasiones, Máximo sigue preso y malherido, pero con vida? ¿Podría ser que lograse respirar aire puro cada vez que la escritura fluye de mí?
En cualquier caso, la amarga cita anterior me recuerda lo que un día me dije a mí mismo, cuando la gran guerra entre Cómodo y Máximo terminó, como si una bomba nuclear hubiese arrasado con el hogar del General. En el film, las traumáticas muertes de su familia bien podrían expresar mejor los sentimientos que atraviesan el corazón de uno cuando se ve sumido en un primer ingreso psiquiátrico, cuyo filo se retuerce mortalmente con la aparición de un diagnóstico crónico. Fue en ese momento cuando me hablé, cuando derrotado y avergonzado, sintiéndome muy lejos de mis ideales y objetivos, entregué el mando de mi consciencia a los instintos vengativos e iracundos de Cómodo. Un niño mayor con un miedo a la oscuridad generado a partir del miedo a sí mismo.  
A partir de ahí un cúmulo de despropósitos va derrumbando Roma. Mi Roma, de la que hablaré más adelante. Pero no es el fin para Máximo, que, si en el film pasa a convertirse en gladiador, en este símil heredará esa condición para representar esa luz, tenue pero constante, que al parecer no me abandona nunca, ni en los momentos más oscuros, donde por el contrario parece querer brillar con más fuerza.
Es desde esa fuente generadora de luz que las espadas regresan a mis manos. Solo que mis rivales ya no son asignaturas o traidores a la familia, que nunca tuvieron que ser tratados de ese modo salvo por la enfermiza mente de Cómodo, sino una vida marcada por la decadencia donde evitar las adicciones y las crisis se antojan como principales y mayores logros. Desde entonces las batallas se suceden, las heridas se van sumando, y unos compañeros caen mientras otros llegan y se mantienen a tu lado.



“¿Qué voy a tener que hacer contigo? No hay manera de que mueras. ¿Tan distintos somos tú y yo? Sólo matas cuando debes, igual que yo.”

Mis últimas líneas bien podrían aplicarse a la vida de todo el mundo, pero es el momento de incluir en este símil el trastorno maníaco depresivo. Las subidas y bajadas abruptas del estado de ánimo vendrían a ser las tretas de los mercaderes de Gladiadores, o del mismo Cómodo, por lograr la muerte amañada de nuestra parte resistente a desfallecer. Si en el film las bestias parecen atacar tan solo a Máximo, en mi vida el gozo que sienten mis instintos más odiosos supone sucios ataques para lo que trato de reconstruir o conquistar. Es decir, cada vez que bebo, cada vez que me vengo arriba esgrimiendo la estabilidad por bandera, siembro de trampas tanto el Coliseo como las plazas menores. Pues el agravante que eso supone para los vaivenes bipolares es más que digno de mención.
En ocasiones Cómodo alcanza la gloria máxima. Cuando mi cabeza vuela por los aires y la locura psicótica llega con sus mejores galas de conocimiento existencial a niveles universales. Cuando se quiebran las piernas del gladiador, que derrotado escucha el ferviente furor del público decidiendo su vida o su muerte. En esos momentos siento como si la mirada de Joaquim Phoenix ardiese con la intensidad de un millón de antorchas. Justo antes del apagón, que detendrá mi vida durante meses, hasta el siguiente ciclo.
Porque se trata sin duda de algo cíclico, siendo mi alta de los psiquiátricos en esta comparativa el pulgar hacia arriba que fuerzan aquellos que, sufriendo o disfrutando, me ven combatir. Y de nuevo las batallas, de nuevo un Emperador, que no tenía que ser tal, decidiendo que el entretenimiento y la distracción del beber son el camino a seguir. Y Máximo revolviéndose, ganando combates que no son más que espejismos en el desierto que aún, y siempre, habrá de recorrer.
¿Cuándo acabará todo esto?



“He visto parte del resto del mundo, es brutal, cruel y oscuro, Roma es la luz.”

La verdadera luz para Máximo es el hogar que pierde dramáticamente y, tras derrotar al villano que perpetúa la tragedia, parece reencontrar en el film tras el velo de la muerte. Yo me resisto a creer que la luz de mi Roma, de la que prometí hablar anteriormente, ya no esté a mi alcance por lo que me resta de vida.
Esa visión me la tengo que guardar para mí, pues se ha convertido en un tesoro tan valioso que temo ensuciarlo con palabras mal escogidas. Pero puedo decir que incluye el tacto de un abrazo al despertar de una noche sin pesadillas. Quizá con el calor de un día soleado entrando por una ventana. El fin de un dolor de cabeza inexistente pero que amartilla el cerebro con una insistente persistencia. Poder abrir los ojos, después de sonreír en una mueca incrédula, y derramar quizá una sola lágrima, que extirpe todo el dolor, exorcizando el mal de una enfermedad que parió a un hijo llamado Cómodo en un mal momento de inspiración. Un instante tan solo en el que sentirme yo mismo, libre de cadenas, libre de adicciones, con las personas a mi lado que siempre me hayan querido sin dudar.
Eso requiere de una batalla final. Ésta acontece en la película con un combate entre Cómodo y Máximo que en la comparativa anularía las identidades que enfrento. De modo que voy a dejar de divagar en torno a este film, pues parece que escucho pasos de tropas formar. Pero eso es otra historia, otra entrega de ‘El Símil’ que está por llegar.
Si todo esto me ayuda, y ayuda, a hacerse preguntas en torno a quién se quiere ser, y dónde está la verdadera luz de nuestra Roma particular… Entonces quizá signifique que Máximo aún sigue con vida, en algún lugar de mi interior. Sin buscar venganza sin embargo, tan sólo su hogar derruido de vidas segadas. Pues cada vez que escribo parezco asir un puñal contra el cuello de mi adicción, y cada vez que coloco el punto final al texto siento como el filo atraviesa a Cómodo, que incrédulo exhala un penúltimo aliento.






Todas las imágenes están sacadas de Google

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