miércoles, 13 de diciembre de 2017

El bipolar que no se dejó tumbar (Cinderella Man)





EL BIPOLAR QUE NO SE DEJÓ TUMBAR
(CINDERELLA MAN)




“No me hables mierdas de la suerte. Hace mucho que la perdiste.”


Llevar el combate entre una persona y un trastorno bipolar al terreno del boxeo del film Cinderella Man. Eso es lo que va a tratar este símil, con mayor o menor éxito. Con victoria o derrota, por KO o por puntos.
Esta historia da comienzo en un punto de mi vida en el que me arrastraba, más que caminar, por ella. Porque voy a hablar, en esta ocasión, desde mi propia experiencia, aunque espero que de ella se pueda extrapolar contenido al combate maníaco depresivo en general.
Yo andaba sumido en una vorágine alcohólica que suponía el clímax a la autodestrucción gestada mano a mano con un trastorno desestabilizado por años.
Si en el boxeo son los puños los que libran buena parte de los combates, en la salud mental todo se desarrolla dentro de una misma cabeza: La nuestra. Así pues, no es descabellado decir que mi cabeza, tras tantos combates contra episodios de la enfermedad, estaba tan maltrecha por aquél entonces como la mano derecha de Jim Braddock en el film que nos ocupa. Joven promesa en su momento, la mala fortuna en forma de lesiones del boxeador lo llevó a pasar gravísimas dificultades, en forma de bajo rendimiento en el ring y apuros económicos fuera de él.
Cuando un bipolar atraviesa cíclicamente demasiadas crisis, los resultados pueden ser muy parecidos, siendo el ring la pelea por la propia libertad y la vida, la misma que muchos conocemos.

El caso es que, en un momento determinado, quise pelear por algo que no había hecho antes: Vencer mi adicción al alcohol. Jim, el protagonista masculino del film, peleaba por Mae, su mujer, y sus hijos. En mi caso, vencer mi adicción, entre otras cosas, era cuanto menos garantía de cierta felicidad y paz para los míos.
Siendo este campeonato algo cíclico, siempre llega el momento en el que tu representante se te planta con la oferta de “un último combate muy bien remunerado”. Y es aquí donde da comienzo la historia. 
 




“Solía rezar para que te lastimaran lo suficiente y no pudieras seguir peleando.”


A partir de la decisión de aceptar ese combate, de pelear por mantenerse sobrio día a día, ocurren dos cosas. La primera es que el trastorno se remueve, quizá imperceptible en un principio, como el origen de un tsunami. La segunda es, que si vences el combate, si realmente pones todo tu empeño en ello, el horizonte se llenará de más peleas.
Cuando uno ha sido derrotado por KO por un trastorno tan peligroso como lo puede ser el mundo del boxeo, en repetidas ocasiones y con secuelas tan graves como son los huesos fracturados de Russell Crowe, para el entorno más cercano a nosotros puede resultar de lo más duro ver como nos alzamos en aras de una victoria ante algo que no se puede derrotar. Porque cada vez que me he levantado y me he puesto a pelear, he tenido entre ceja y ceja la conquista de mi propia libertad, de una vida no subyugada a las condiciones del trastorno, sino más bien controlándolo y empuñándolo como quien se enfunda los guantes del deporte que nos ocupa. Unas cejas partidas por los lugares donde la enfermedad ha ido golpeando a lo largo de la década que lleva ya diagnosticada. Unas cejas que, al mirarme al espejo de mi interior, me devuelven la garra y la voluntad de intentarlo de nuevo. Unas cejas que, en cambio, al ser vistas por los demás producen una sensación de impotencia casi visceral. Esas cejas son los circuitos de neurotransmisores del cerebro, que cada vez que pelean por el título mundial de la locura contra ni más ni menos que un brote psicótico, saltan por los aires en el film en forma de ríos de sangre, y en mi experiencia en forma de largas desconexiones depresivas, sufrimiento y dolor.




“¿Cree que me ha dicho algo nuevo? ¿Como que el boxeo es peligroso o algo así?”


A medida que Braddock avanza y escala por la conquista del título mundial de los pesos semipesados, los rivales no dan crédito a que el veterano rival que tienen enfrente muestre la cantidad de recursos que Jim demuestra. Eso es algo muy parecido a lo que ocurre cuando a un bipolar se le dispara la hipomanía, pues en esas condiciones plantearse objetivos como dejar atrás el alcohol se convierte en algo incluso sumamente entretenido, casi divertido. Pero no se tiene en cuenta que el destino inexorable de esa fase es la irritabilidad de la manía que se vuelve contra uno mismo, erigiéndose como el penúltimo gran rival antes de conquistar nuestro título, nuestra ansiada libertad.
He comentado con anterioridad que la victoria final era imposible. Eso lo he dicho pues, incluso manteniendo el tipo frente a la manía, incluso intercambiando golpes durante quince asaltos que nos dejarán mentalmente excelsos y físicamente destrozados, el premio no será otro que el ser aspirante al título contra el rival más sucio y peligroso del campeonato: Max Baer, que en este símil hará las veces de la psicosis.
Y aquí es cuando se produce la fractura en la comparativa, pues si bien el film J. Braddock mantiene un pulso de lo más emocionante contra el último púgil al que se enfrentará, en cierto momento crítico encuentra el punto de inflexión para salir vivo, y a la postre ganar, el combate. Ese es el punto en el que los brotes psicóticos, y el de esta historia en particular, no perdonan, ni muestran puntos débiles, ni reconocen nada del valor de tus últimas peleas. De un solo puñetazo, un directo total, lo borran todo, hasta tu propio cerebro, haciéndolo estallar mandándote por KO al suelo, qué digo, al subsuelo del lado más terrible de la salud mental.
Este Max Baer que he construido en este símil es así. Igual de despiadado que en el film, pero con la invencibilidad que otorga la condición de grave episodio mental.
Así pues, ¿Recomendaría no pelear nunca contra él? ¿Tirar los guantes antes del combate en caso de que se presente? No sabría responder a esa pregunta, pues la antesala del combate es el encuentro con la manía, y ahí la voluntad arde con tal intensidad que el mero hecho de querer frenarla quema y calcina a quien lo intente.
Lo que sí recomendaría es coger toda esta historia y transformarla.
Hacer de los combates una lucha por la estabilidad.
Quizá la el premio por el título mundial de nuestra libertad se difumine para siempre, pero mientras en nuestro corazón palpite el convencimiento de que hay que luchar, se presentarán combates. Que cada gancho sea un día sin beber. Que cada directo represente un recordatorio de nuestro convencimiento por mantenernos con los pies en el suelo. Quizá así podamos un día alcanzar la felicidad final de los Braddock. Y, de no ser así, cuanto menos dejaremos de sentir como la imponente figura de Baer, embajador de la psicosis en este texto, nos mira sonriente, provocadora, en la otra esquina del ring, envuelto por las miles de voces de la enfermedad mental abucheando y aclamando, en un griterío ensordecedor que en el film puede emocionar, pero que en este escenario maníaco depresivo llega a helar la sangre.


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miércoles, 6 de diciembre de 2017

Un gladiador lejos de Roma





UN GLADIADOR LEJOS DE ROMA




“Roma es la plebe. Les ofrecerá magia y la plebe se distraerá, les quitará su libertad y seguirán rugiendo.”

Llegados a estas alturas, siendo esta ya la octava entrega de ‘El símil’, puede parecer que de mis palabras se desprenda cierta indefensión ante todo lo relacionado con la enfermedad mental. Sin embargo, la realidad es bien diferente.
Antes del fatídico diagnóstico, yo ya tenía poco menos que media vida a mis espaldas. Marcada por el trastorno bipolar, cierto, pero siendo ni más ni menos que el mismo lienzo en blanco con el que algunos de nosotros tenemos la suerte de partir.
En esta comparativa, el irresponsable e inmaduro, a la par que despiadado y cruel, hijo del emperador Marco Aurelio, representará a parte de a Cómodo, a las fuerzas que me impulsaron a abandonar los ideales que originalmente se formaron en mi cabeza.
En el film Gladiator, Marco Aurelio me recuerda a los valores con los que fui criado, mientras que Máximo sería un ideal en el horizonte en cuanto a entereza, o como sirve de lema para el personaje de Russel Crowe, ‘Fuerza y honor’. La dirección de esta brújula recogida en la más temprana infancia se grabó a fuego en mí, pero lo cierto es que o bien esa marca no estuvo lo suficientemente al rojo vivo, o bien la gélida tormenta de la oscuridad bipolar ya soplaba sus vientos impidiendo, de algún modo, que mis pasos fuesen a resultar firmes.
¿Cuándo Cómodo adquirió consciencia, poder y voz de mando en mi interior? En el mismo momento en que, a medida que el alcohol comenzaba a bajar por mi garganta, di por válido el escabullirme de la construcción de lo que habrían de ser los pilares de mi vida.
¿Puede uno construirse a sí mismo como desea sin perder el ímpetu por el camino? Esta pregunta me conduce al terreno de la identidad. La respuesta es sí, lamentablemente no porque la haya sentido a través de mis años de vida, sino porque la he visto y la veo constantemente en personas que me rodean, a las que Cómodo envidia y Máximo admira. Sin embargo, tras años de lucha entre las dos identidades que se enfrentan y he enfrentado tanto en el film como en este texto, me encuentro en un punto donde los instintos de Cómodo han sido saciados de tal manera que creo que quien teclea es sin duda esa parte. Una parte que, como reza la cita inicial, distrae con divertimentos de los verdaderos objetivos y de la auténtica realidad.



“Sí, puedes ayudarme. Olvida que me conociste y nunca más regreses aquí.”

¿O, como se me dice en ciertas ocasiones, Máximo sigue preso y malherido, pero con vida? ¿Podría ser que lograse respirar aire puro cada vez que la escritura fluye de mí?
En cualquier caso, la amarga cita anterior me recuerda lo que un día me dije a mí mismo, cuando la gran guerra entre Cómodo y Máximo terminó, como si una bomba nuclear hubiese arrasado con el hogar del General. En el film, las traumáticas muertes de su familia bien podrían expresar mejor los sentimientos que atraviesan el corazón de uno cuando se ve sumido en un primer ingreso psiquiátrico, cuyo filo se retuerce mortalmente con la aparición de un diagnóstico crónico. Fue en ese momento cuando me hablé, cuando derrotado y avergonzado, sintiéndome muy lejos de mis ideales y objetivos, entregué el mando de mi consciencia a los instintos vengativos e iracundos de Cómodo. Un niño mayor con un miedo a la oscuridad generado a partir del miedo a sí mismo.  
A partir de ahí un cúmulo de despropósitos va derrumbando Roma. Mi Roma, de la que hablaré más adelante. Pero no es el fin para Máximo, que, si en el film pasa a convertirse en gladiador, en este símil heredará esa condición para representar esa luz, tenue pero constante, que al parecer no me abandona nunca, ni en los momentos más oscuros, donde por el contrario parece querer brillar con más fuerza.
Es desde esa fuente generadora de luz que las espadas regresan a mis manos. Solo que mis rivales ya no son asignaturas o traidores a la familia, que nunca tuvieron que ser tratados de ese modo salvo por la enfermiza mente de Cómodo, sino una vida marcada por la decadencia donde evitar las adicciones y las crisis se antojan como principales y mayores logros. Desde entonces las batallas se suceden, las heridas se van sumando, y unos compañeros caen mientras otros llegan y se mantienen a tu lado.



“¿Qué voy a tener que hacer contigo? No hay manera de que mueras. ¿Tan distintos somos tú y yo? Sólo matas cuando debes, igual que yo.”

Mis últimas líneas bien podrían aplicarse a la vida de todo el mundo, pero es el momento de incluir en este símil el trastorno maníaco depresivo. Las subidas y bajadas abruptas del estado de ánimo vendrían a ser las tretas de los mercaderes de Gladiadores, o del mismo Cómodo, por lograr la muerte amañada de nuestra parte resistente a desfallecer. Si en el film las bestias parecen atacar tan solo a Máximo, en mi vida el gozo que sienten mis instintos más odiosos supone sucios ataques para lo que trato de reconstruir o conquistar. Es decir, cada vez que bebo, cada vez que me vengo arriba esgrimiendo la estabilidad por bandera, siembro de trampas tanto el Coliseo como las plazas menores. Pues el agravante que eso supone para los vaivenes bipolares es más que digno de mención.
En ocasiones Cómodo alcanza la gloria máxima. Cuando mi cabeza vuela por los aires y la locura psicótica llega con sus mejores galas de conocimiento existencial a niveles universales. Cuando se quiebran las piernas del gladiador, que derrotado escucha el ferviente furor del público decidiendo su vida o su muerte. En esos momentos siento como si la mirada de Joaquim Phoenix ardiese con la intensidad de un millón de antorchas. Justo antes del apagón, que detendrá mi vida durante meses, hasta el siguiente ciclo.
Porque se trata sin duda de algo cíclico, siendo mi alta de los psiquiátricos en esta comparativa el pulgar hacia arriba que fuerzan aquellos que, sufriendo o disfrutando, me ven combatir. Y de nuevo las batallas, de nuevo un Emperador, que no tenía que ser tal, decidiendo que el entretenimiento y la distracción del beber son el camino a seguir. Y Máximo revolviéndose, ganando combates que no son más que espejismos en el desierto que aún, y siempre, habrá de recorrer.
¿Cuándo acabará todo esto?



“He visto parte del resto del mundo, es brutal, cruel y oscuro, Roma es la luz.”

La verdadera luz para Máximo es el hogar que pierde dramáticamente y, tras derrotar al villano que perpetúa la tragedia, parece reencontrar en el film tras el velo de la muerte. Yo me resisto a creer que la luz de mi Roma, de la que prometí hablar anteriormente, ya no esté a mi alcance por lo que me resta de vida.
Esa visión me la tengo que guardar para mí, pues se ha convertido en un tesoro tan valioso que temo ensuciarlo con palabras mal escogidas. Pero puedo decir que incluye el tacto de un abrazo al despertar de una noche sin pesadillas. Quizá con el calor de un día soleado entrando por una ventana. El fin de un dolor de cabeza inexistente pero que amartilla el cerebro con una insistente persistencia. Poder abrir los ojos, después de sonreír en una mueca incrédula, y derramar quizá una sola lágrima, que extirpe todo el dolor, exorcizando el mal de una enfermedad que parió a un hijo llamado Cómodo en un mal momento de inspiración. Un instante tan solo en el que sentirme yo mismo, libre de cadenas, libre de adicciones, con las personas a mi lado que siempre me hayan querido sin dudar.
Eso requiere de una batalla final. Ésta acontece en la película con un combate entre Cómodo y Máximo que en la comparativa anularía las identidades que enfrento. De modo que voy a dejar de divagar en torno a este film, pues parece que escucho pasos de tropas formar. Pero eso es otra historia, otra entrega de ‘El Símil’ que está por llegar.
Si todo esto me ayuda, y ayuda, a hacerse preguntas en torno a quién se quiere ser, y dónde está la verdadera luz de nuestra Roma particular… Entonces quizá signifique que Máximo aún sigue con vida, en algún lugar de mi interior. Sin buscar venganza sin embargo, tan sólo su hogar derruido de vidas segadas. Pues cada vez que escribo parezco asir un puñal contra el cuello de mi adicción, y cada vez que coloco el punto final al texto siento como el filo atraviesa a Cómodo, que incrédulo exhala un penúltimo aliento.






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lunes, 4 de diciembre de 2017

Una canción de Hielo en el Muro





UNA CANCIÓN DE HIELO EN EL MURO





"La noche se avecina, ahora empieza mi guardia. No terminará hasta el día de mi muerte. No tomaré esposa, no poseeré tierras, no engendraré hijos. No llevaré corona, no alcanzaré la gloria. Viviré y moriré en mi puesto. Soy la espada en la oscuridad. Soy el vigilante del Muro. Soy el fuego que arde contra el frío, la luz que trae el amanecer, el cuerno que despierta a los durmientes, el escudo que defiende los reinos de los hombres. Entrego mi vida y mi honor a la Guardia de la Noche, durante esta noche y todas las que estén por venir."



Pierdo la vista en el negro horizonte
se difumina a lo lejos, en la misma nevada de siempre.
Mi esperanza marchita alza enérgica un último pétalo
Esgrimiendo deseos fútiles
Mientras el gélido viento me lo arranca de las manos.

¿Cuántas veces ha muerto esa flor?
Tantas como inviernos he sobrevivido.
Depresiones tan profundas como la noche que me abraza
Con un último portal a las tierras que me esperan.
Un acceso de horripilante construcción,
A un infierno de llamas apagadas y cenizas ni humeantes.
La muerte en vida, la melancolía victoriosa,
Sonriente si sus labios secos y rajados supiesen lo que es.

He soñado toda mi vida con este momento,
Con la sensación de que el final baja el telón
Y entre bastidores me encuentro con el escenario eterno
En la que actúa la tortura de la eutimia.
Me lanzan flechas, que me aburre me dicen…
… Que me aburre el dolor.
Porque no es la estabilidad a lo que temo,
No es el aburrimiento lo que me quema,
Ni la rutina de una vida con días y noches, con sol, lluvia y luna.
Son las llamaradas de un sol que no calienta,
Sino que hace arder todas las buenas intenciones,
Convirtiéndolas en una fina lluvia ácida,
Que va minando tu fe y tu valor,
Dejándote inerte, suspendido en la nada de las emociones,
Listo para orbitar alrededor de personas que, sanas,
Verán brillo en todo ese dolor.

Estoy sobre el Muro, siento su hielo colándose por mis ropajes,
La soledad me abraza
La canción de su susurro aprendida de memoria
La promesa que vendrá con el tiempo
Del invierno que se acerca.
Ecos de tabernas del pasado se hunden en mi memoria
El rescate de un alcohol prohibido
Que nunca fue sino un dulce verdugo de amarga guadaña.
Ya casi lo has segado todo, le digo a esa imagen mental con forma de botella,
Y escucho mi propia risa, una carcajada ahogada.

Por vez primera miro abajo,
Más que a las tierras salvajes,
A la gran caída que apagaría la chispa en un océano.
Pero un juramento me une a este lugar.
El vapor que exhalo me saca de mi rumiación.
El temblor de mi cuerpo me hace sentir la realidad.
La negra noche hace que nieve pérdida sobre mí.
Y yo me agarro los brazos, desamparado,
Como si ya solo eso me quedase en el mundo.




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viernes, 1 de diciembre de 2017

Let the bipolar one in (Déjame entrar)





LET THE BIPOLAR ONE IN
(DÉJAME ENTRAR)







Tengo 12 años, pero he tenido 12 por mucho tiempo.


El frío es uno de los elementos característicos que siento al rememorar el film ‘Déjame entrar’. Pese a que me encuentro ahora mismo al lado de una hoguera, tan representativa en otros de mis textos de lo vital y lo enérgico, lo cierto es que me basta un vistazo por el ventanal para ser consciente de lo que acontece en el pequeño pueblo donde vivo. Frío, un intenso frio que habrá de tornarse gélido en las próximas horas y durante los próximos días.
Para Oskar, el joven protagonista humano de la película, la vida, ni es fácil, ni tiene pronóstico de serlo. Albergador de una ira que se manifiesta siempre en solitario, cuando cree que nadie le ve, se imagina venciendo a su propia inseguridad ante los árboles de su jardín, a los que personifica como a sus enemigos de escuela. Pero así es, el simplemente cree estar solo, cuando en realidad dista de estarlo.
En esta comparativa sería sencillo asociar a Oskar con la infancia de un bipolar. Pero quiero ir algo más allá, y voy a establecer una relación entre ese niño inseguro, pero a punto de estallar, y la personalidad desnuda de un bipolar adulto que de repente se priva de un tóxico que le ha servido de muleta largo tiempo. Conocedor personal como soy de esa tesitura, puedo ya afirmar que, al menos en mi caso, la extrema inseguridad de la infancia puede regresar con voracidad si se suprime el fuego de, por ejemplo, el alcohol.
Conocernos a nosotros mismos, no perder el norte de nuestros verdaderos objetivos en vida, saber hacernos llegar las preguntas adecuadas… Puede parecer tarea sencilla, pero en absoluto lo es. Puesto que… ¿Quién es en realidad, y con toda profundidad, uno mismo?
El terreno de lo vampírico juega una baza que, para comenzar, sitúa a esos seres con una ventaja sustancial en esta suerte de búsqueda, en esta especie de carrera. El tiempo. La otra protagonista de ‘Déjame entrar’, que brilla en su actuación junto a Oskar, es Eli, una niña que, como reza la cita que abre esta entrega de ‘El símil’, ha tenido doce años por mucho tiempo.




Oskar... ¿Te gusto? ¿Y si no fuera niña te gustaría?


Eli será en esta comparativa nuestro auténtico yo. Algo así como nuestra verdadera identidad, inmune a las adicciones y a las enfermedades mentales. Esa voz que en ocasiones nos habla nítida y otras nos susurra mediante un eco esquivo.
La pregunta aparece rauda. De vernos de repente ante nosotros mismos, tal y como en realidad somos, ¿Nos gustaríamos pese a no ser el reflejo de lo que nos muestran los espejos? Eso es lo que le ocurre a Oskar, que en uno de sus rutinarios ataques de ira a los árboles del parque de su edificio, es sorprendido por una Eli de la que ya difícilmente querrá separarse.
Es como si, de repente, toda la soledad acumulada que hubiese sentido el joven se disipase, permitiendo la entrada de una ola de calor desde un ser no precisamente cálido. Esta paradoja se puede extender al encuentro que, quienes buscan, acaban teniendo consigo mismos. Es lo único que puede permitir no solo estar a gusto con quien se es y con cómo se actúa, sino lo más importante, no temer a la soledad. Y es que, ¿Cómo uno no va a temer a la soledad si tiene miedo incluso de sí mismo, siendo pues la propia identidad una sombra en permanente persecución?
En la película Oskar no tiene miedo de su compañera, pues ésta procura no actuar más que como voz consejera, mientras por su cuenta trata de sobrevivir. Sin embargo, un desconcierto mezclado con pánico se dibuja en los ojos del joven cuando la chica revela su verdadera naturaleza.




Vamos a mezclarnos. No duele. Nada más te picas el dedo.


El momento de encararnos a nuestro propio yo y mirarlo a los ojos puede ser tan terrorífico que justificase, en cierto modo, el haber huido inconscientemente de él toda una vida. Hay que ser valiente, muy valiente, para conocerse y aceptarse sabiendo que, en el mejor de los casos, supondrá una ardua tarea de toda una vida.
Puesto que si, como se puede leer en la última cita, pretendemos mezclar lo que sea que hayamos construido de nosotros mismos en base a mentiras y miedos con la esencia de nuestro verdadero ser, estaremos aceptando mucho más que lo que considerábamos una “realidad segura” y una “rutina protectora”. Abriendo las puertas de par en par a los misterios que se esconden en lo onírico, a dudas existenciales tan jóvenes como éramos al nacer y tan viejas como el propio universo, y desencadenando seguramente un proceso evolutivo y de maduración sin vuelta atrás.
No obstante, hay que mantenerse con los pies en el suelo, siendo conscientes de que, en esta comparativa, existen ese trastorno y esa adicción que vendrían a ser la sed de sangre de la niña vampira. Aquello que maldice su existencia. Aquello que la hace, poco a poco, lograr acercarse a Oskar, esa parte insegura de nosotros mismos que brilla tenuemente, pero lo suficiente como para representar la promesa de un nuevo comienzo.
Pero primero deberán conocerse. Primero deberemos hablar con nosotros mismos, para encontrarnos y finalmente contemplarnos. Todo el tiempo que empleemos puede resultar tan frío y oscuro como puede llegar a serlo la película que nos ocupa. Con acercamientos tan tiernos como las caricias que brinda Eli a Oskar en su cama o tan dantescos como la visión de la verdadera edad (o profundidad) que esconde la vampira cuando sufre víctima de su sed.
Quizá algún día, como ocurre en el film, partamos plenos, junto a nosotros mismos, hacia un destino a veces tan borroso e intangible que roza la desazón. Nuestra propia felicidad.






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