lunes, 16 de octubre de 2017

EL RESTO (de nuestras vidas)




Se ha ido una persona prácticamente vital para alguien muy importante para mí.
Podría perderme en ese pozo negro como noche sin luna ni estrellas, pero no lo haré sin antes introducir el carácter de esa persona que un buen día entró en mi vida, dejándome a su vez entrar yo en la suya.
Se trata de una andaluza simpática y atrevida como ella sola.
Una excelente persona que ha tenido que soportar duros reveses de la vida en los últimos tiempos, donde una archiconocida enfermedad llamó a las puertas de su casa para instaurarse en ella sin permiso.

Recuerdo cuando a mi abuela, antes que a mi abuelillo, les sucedió lo mismo.
Las repercusiones que sendos golpes supusieron para mi madre y cómo ella, con el paso del tiempo, demostró cómo dar una lección de entereza ante la adversidad.
Yo era muy pequeño cuando lo de mi abuela como para apenas recordarme en el lavabo a las seis de la mañana, saboreando el amargo sabor de lo que iba a identificar por vez primera como la muerte.
Sin embargo ya rondaba la veintena cuando lo de mi abuelo, y que falleciera me precipitó a una carrera alcohólico depresiva que despertó, ni más ni menos, que el mayor de todos mis males: El trastorno bipolar.

Me he desviado, sí, lo he hecho a posta.
Mis abuelos maternos son mis dos experiencias de partida de seres queridos que más me han afectado a mis 34 años.
Necesitaba relatar parte de mi propia experiencia al respecto para poder opinar, con cierto derecho y propiedad, cualquier vacua cosa acerca de la tragedia que ha dejado tan sola a bote pronto la casa de mi querida y buena amiga.
En este mismo instante, con tantas y tantas conversaciones telefónicas en mi memoria y tantísimos buenos momentos compartidos, se me hace muy doloroso saber, casi ver y prácticamente sentir lo maltrecho del estado del corazón de la mujer del sur.

No sé qué decir ante el envite del Viajero, salvo parrafadas y teorías sacadas de libros fantasiosos que de ser citados deberían en un momento así caer sobre mi cabeza.
Pero puedo decirte, amiga mía, que lo lamento. Siento mucho que esto esté ocurriendo.
Ten por seguro que podrás contar conmigo durante el resto. El resto de nuestras vidas.

Querría añadir dos nimiedades en este punto.
La primera, una lista de reproducción que periódicamente irá creciendo. Totalmente dedicada al punto vital, al momento, en el que ella y yo nos encontremos.




La segunda nimiedad es algo que me evoca tiempos mejores, en esa jovial fase de la juventud de toda sana amistad.
Se trata de un texto que me nació bien temprano, y que con ilusión traté que traspasara la distancia que nos separa.


AIRE

Las nubes teñían un cielo que amenazaba lluvia.
Solo ante un feo panorama, un individuo caminaba cabizbajo ensimismado en sus propios asuntos.
No esperaba que una nueva amistad aterrizaría con el cálido halo de veranos pasados en lo más profundo de su ser.
Intercambiando tímidas incursiones, un hombre y una mujer no se percataban de que un cristalino castillo se estaba construyendo sobre unos sólidos cimientos de confianza mutua.
El viciado aire de un turbio pasado ahogaba al dolido sujeto, que súbitamente sintió como un fresco soplo acariciaba su cabello mientras releía las palabras de esa bella persona que acababa de aterrizar con fuerza en su vida.
Cuando pudo escuchar esa voz sintió que una sonrisa le recorría por dentro.
Lo que se presentaba como una amenazadora noche donde las pesadillas de un tortuoso día se cernían sobre él, súbitamente adquirió el color primaveral de algo nuevo y preciado. 
Se trataba de una amistad que habría de lanzar esperanza y sosiego a un corazón muchas veces desbordado por el dolor de una efímera existencia.
El tiempo transcurría no obstante a su favor. Prueba de ello eran las bellas flores que aparecían en el renovado jardín de su vida.



Amiga mía, que tu ser querido descanse en paz.
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